lunes, julio 14, 2014

Del derecho a observar y ser observado



Señora limpia maíz para enseñarme cómo se hace. Mercado de frutas y verduras, Dewas, Madhya Pradesh; La India. 
Los indios ven a los extranjeros con la misma curiosidad que nosotros los vemos a ellos. Nosotros queremos saber de sus costumbres, su vida cotidiana, sus tradiciones, su comida, su religión y su sistema político; por sus mentes pasan las mismas dudas. De esta curiosidad que todos los humanos experimentamos se deriva el hecho de observar. Al principio –cuando recién llegué al país– me resultaba un poco extraño e incómodo sentir tantas miradas en la calle. Sentía que había mucha gente, sobre todo hombres[1], con la mirada fija en mí mientras caminaba por las calles o mientras comía. Me tomó unos días y unas cuantas charlas entenderlo: Yo vengo a este país y me siento con el derecho a observar pero no espero que los locales me observen. Sólo con escribir la idea me parece absurda, si yo quiero ver las diferencias culturales y me parecen fascinantes, por qué no habrían de sentir y pensar lo mismo la gente que vive en las ciudades que visito. Quizá ellos no tengan hoy –y quién sabe si mañana– la oportunidad de salir de su país a conocer otras realidades y los extranjeros somos su puerta al mundo: sus cinco minutos para experimentar y cuestionar esas diferencias.

      Todos somos humanos, pero somos humanos que nos comportamos y vemos muy diferentes: varían nuestras formas de comer, de saludar, de hablar, de vestir, nuestro físico, nuestro color de piel, nuestra forma de mover la cabeza y el cómo usamos el cuerpo para expresarnos, por mencionar algunas. Dentro de esas diferencias hay una cultural que sobresalta –y que quizá de ahí se origine que al principio resulte incómodo, sobre todo para una mujer, tener tantas miradas encima–: Nuestra manera de observar y la profundidad de nuestra mirada son distintas. En occidente –al menos en los lugares que conozco– se considera de mala educación –o de mal gusto– fijar la vista en una persona porque sabemos que si alguien lo hace con nosotros nos harán sentir incómodos. Aquí, fijar la vista, seguir a una persona con la mirada y ver con detenimiento todos sus movimientos con una expresión seria, aun cuando la persona observada nota que está siendo examinada parece ser una práctica cotidiana. Los indios no se apenan cuando nos damos cuenta que nos observan, su mirada y la expresión en sus ojos parece decir “es mi derecho, estás en mi país”. Y es cierto, nosotros que parecemos diferentes venimos a observar y tenemos que interiorizar que también venimos para ser observados.

          Algo similar pasa con las fotografías. Muchos de nosotros fotografiamos todo lo que vemos: edificios, sembradíos de té, coches, comidas y personas -ya sea porque nos llamó la atención su forma de vestir, lo que está haciendo, o simplemente porque se ve diferente. Vivimos con una constante necesidad de capturar en una imagen los momentos que vivimos para asegurarnos que si nuestra memoria falla o archiva algún recuerdo en un rincón de difícil acceso, tenemos algo físico que nos facilite revivir esas vivencias.

        Tendemos –todas las personas, sí ya sé que estoy generalizando– a fotografiar en todos lados: en nuestro país, en los países desarrollados y en los países en desarrollo. Muchas veces la fotografía llega sin pedir permiso, actuamos como si tuviéramos el derecho de quedarnos con una imagen que le pertenece sólo a la memoria y su función no es la de convertirse en objeto sin que el verdadero dueño –el fotografiado– dé su consentimiento. Las reglas hasta ahora, en muchos casos, son las dictadas por el fotógrafo y no por las personas que son objeto de nuestros retratos.

       Estar en la India y experimentar como mucha gente quiere fotografiar a los extranjeros o bien tomarse una foto con nosotros me puso a reflexionar sobre algo tan común como el tomar fotos en un viaje. ¿En qué momento el hecho de cargar una cámara en mis manos me concede el derecho automático de apropiarme de las imágenes que veo? ¿Quién me dijo que el derecho a fotografiar me excluye de ser fotografiado? Si a mí me sorprende que me fotografíen sin consentimiento –e incluso si me preguntan no sé cómo actuar– ¿por qué se me hace natural llevarlo a cabo?

          Así como los extranjeros somos observados con detenimiento sin importar si las miradas nos causan incomodidad, también somos fotografiados, muchas veces en nuestra cara y con aparente descaro. Y aquí quizá también la diferencia radica en que nosotros apuntamos nuestra cámara con discreción cuando la persona no nos mira fijamente y evitamos sacar nuestro celular y ponérselo casi en la frente a quien fotografiamos.

Al final, ambas partes hacemos lo mismo, algunos con discreción otros de frente y sin pena ni disimulo. Desde que comprendí esto he cambiado un poco manera de abordar este país. Al ser observada descubrí que momento incómodo se desvanece cuando le sonreímos a quien nos examina, la mayoría de las veces a nuestra sonrisa le sigue una sonrisa de regreso y/o un saludo; algunas veces hasta una pregunta sobre nuestro país de origen o nuestro nombre. Al fotografiar uso mi cámara con más respeto y –a menos de que sea una foto de espaldas o la persona que sale no era el mero objetivo de mi fotografía– ahora pregunto antes de presionar el disparador; como resultado he obtenido sonrisas, peticiones de alguien más para ser fotografiados también y –en gratas ocasiones– mi pregunta me ha abierto la puerta a mejores fotografías donde la gente me muestra algo más que saben hacer y que saben también quizá yo nunca haya visto antes.






[1] ¿Y por qué hombres? Quizá porque son la mayoría en las calles, pero este tema merece otra reflexión y por lo tanto un texto aparte.

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