jueves, enero 25, 2007

El Tec Absorbe...

Ayer fue miércoles, me levanté a las 8 AM para meterme a bañar, cambiarme y desayunar antes de irme a la escuela; pasaron por mí a las 9:30 y llegué al Campus a las 10.

M I E R C O L E S, no tengo clases, estuve en la escuela de 10 AM a 6:30 PM, las razones son sencillas:
- Curso de Imagen y Publicidad
- Junta con la presidenta de CUNAE (el grupo estudiantil del cual me encargo de publicidad e imagen, no pregunten por qué, yo aún no entiendo las razones jajaja)
- Junta del Primer Congreso Nacional de Política
- Trabajo en equipo a las 2:30 para una presentación de Comunicación Internacional
- Programa de radio (ya estaba ahí, me invitó una amiga a participar ese día y pues bueno)
- Pendientes de última hora antes de irme del Tec.

Para acabarla fue el segundo día de la semana que salí de la escuela tan tarde...

Bueno esto no es un buzón de quejas de Dayanna*, el punto era que el Tec absorbe y no saben qué tanto, entre tareas (que la verdad no son tantas), leer (que a veces sí es bastante), juntas (quién me manda estar en grupos estudiantiles y organización de congresos), materias co-curriculares (pero quería entrar a Foto 1) y demás pen...dientes paso más tiempo en la escuela que en el depa.

Me decía una amiga ayer en el trayecto de regreso: "Uff, ya cuando empiezas a estar todo el día en el Tec y varios días a la semana en tan poco tiempo (dícese todavía no tenemos ni los primeros exámenes parciales), ya es asunto grave." Pues ni hablar, yo ya sabía que era grave... espero poder hacer tiempo para escribir aquí de vez en cuando.

Ahhhgg!! y para acabarla tengo que hacer servicio de becario...!

miércoles, enero 17, 2007

¿Iguales? ¡Ni Madres!

A diario oímos, leemos y recordamos que todos somos iguales, iguales ante la ley, iguales ante los ojos de nuestro Dios (cualquiera que éste sea); escuchamos que todos tenemos los mismos derechos, las mismas capacidades, las mismas oportunidades y que las opiniones de todos valen lo mismo.

Tan iguales somos todos que medimos, pesamos, vestimos, actuamos, hablamos y pensamos diferente. Se nos dice que todos los seres humanos somos únicos e inigualables ¿pero cómo? Si también se nos repite a diario que todos somos iguales. Ciertamente ésta es una contradicción enorme que vale la pena analizar.

Sin duda se oye muy romántico decir que todos somos iguales, tan romántico como vivir una vida rosa y aburrida donde como borregos todos caminamos hacia el mismo lado, sin cuestionar una sola orden. Tan romántico como pensar en una vida de rutina “toda bonita”, sin subidas ni bajadas, una relación de pareja donde nadie nunca se queje, no existan los problemas, todo sea monótono y no se nos exhorte a dar o pedir más. ¡Qué aburrido! En la diferencia radica el sabor de la vida y esa diferencia, la queramos o no, se llama desigualdad.

Se nos ha educado desde hace cientos de años en un pensamiento ambiguo supuestamente “liberal”, pero con tintes conservadores muy arraigados. Algunos grandes pensadores de antaño, hablando de los liberales por supuesto, afirmaban que todos los seres humanos éramos iguales y se escudaron en este discurso para movilizarse; en las diferentes revoluciones y guerras de independencia de los distintos países se luchó contra la imposición de leyes que marginaran a ciertos sectores de la población, se peleó con uñas y dientes por buscar un régimen democrático donde se otorgaran las mismas oportunidades para todos.

En el caso específico de México, y de seguro en todos lados fue así, mientras las batallas transcurrían había apoyo entre las diferentes clases sociales, siempre y cuando éstas se encontraran en el mismo bando. Una vez terminado el borlote, los más gandayas o los más preparados se hacían del poder y ahora sí, el concepto de igualdad se prostituía. Eran ellos los que decidían a quién darle derechos y a quién no, quién podía votar y decidir sobre los asuntos públicos y quién tenía que acatar órdenes, servir, trabajar y quedarse callado (1). Pero eso sí, por supuesto que se pavoneaban y presumían de sus constituciones liberales, de los derechos conseguidos y el gran avance que habían logrado en su sociedad. Hipócritas sin duda. O, al menos, miopes.

No son los únicos, en efecto, nadie se salva de ser hipócrita (y aunque duela me cuento en esta lista), ya sea con nosotros mismos, con algún vecino cualquiera o con la vida en general. Soy creyente, católica, y no simplemente de palabra; creo en dogmas y acato reglas que aunque a mi razón le suenan estúpidas a mi moral le parecen perfectas. Por profesar una religión la gente no se queda ciega y si me estoy condenando con esto, pues perdóname Dios, no era mi intención, hablo de tus intermediarios y no de ti.

Hablar de igualdad o, lo que sería más correcto, de desigualdad dentro de las diferentes religiones deja mucho que desear. No conozco a fondo otras religiones pero sí lo suficiente la mía como para poder señalar algunos puntos.

Se nos habla de igualdad, de amor al prójimo y de un reino de los cielos donde todos seremos felices y viviremos en comunión con Dios. Existen dentro de las jerarquías de la iglesia tanta igualdad que el sacerdocio es un derecho y privilegio de los hombres solamente. El amor al prójimo rebasa tantas fronteras y rompe con los esquemas mundanos de una forma impresionante, todas las personas somos tan iguales que se les niegan el perdón (ridículamente, ¿por qué habrían de pedirlo?) y la gracia de Dios a gays, lesbianas y prostitutas. Las puertas del reino de Dios están abiertas para todas las personas, siempre y cuando no sean pecadores, no cuestionen, no piensen diferente ni se salgan de la norma. Vaya, acabo de caer en cuenta en una congruencia, ahí sí, entran todos los que son iguales, borregos y monótonos.

El gobierno, otro gran amigo de la igualdad, habla de derechos y obligaciones: derechos para unos cuantos, obligaciones para todos. Pero, claro, todos somos iguales, todos tenemos las mismas oportunidades (unos más lejos que los otros, algunas inalcanzables, pero las tienen). Wow, que chido somos todos iguales… ¿y dónde quedan entonces los indígenas y sus costumbres tan diferentes a las de nosotros, sus creencias más profundas y sus raíces más puras; dónde quedan las personas con capacidades diferentes a quienes peyorativamente llamamos “discapacitados” sin darnos cuenta de que nosotros lo somos mucho más que ellos por el simple hecho de ser capazmente prejuiciosos y no aceptar diferencias?

Las leyes son para todos, claro, pero mientras algunos tienen derecho a brincárselas y romperlas, otros solamente nos limitamos a observarlas, tratar de esquivarlas y, cuando no queda de otra, acatarlas. Están hechas pensando en todos por igual, no lo podemos negar, pero ante ellas nosotros no somos iguales: hay ricos, hay pobres, hay indígenas, hay mujeres, hay niños, hay políticos, hay famosos, hay tantas personas y a ninguna de ellas se les aplican por igual.

Dentro de nuestra sociedad habemos miles de ejemplares diferentes que interactuamos día con día. Un espécimen vuelto bastantes debido a la rareza natural que posee cada individuo. Tenemos la creencia de la igualdad tan interiorizada que no nos damos cuenta que en cada mirada se desborda una historia personal que no tiene nada que ver con la nuestra. Este discurso tan romántico nos hace imaginar un mundo utópico e inexistente; es como si todos tuviéramos esquizofrenia e imagináramos seres y situaciones que lejos de ser verdad son un producto del choque de nuestras neuronas con la realidad.

Qué más da cómo sea la vida, ¿todos somos iguales, no? Pasamos exactamente por los mismos problemas, reaccionamos exactamente igual ante las situaciones, corremos con la misma y exacta suerte… ¡Basta!, buscando en nuestro interior encontramos en el cómo vivir una gran diferencia. Para mí, vivir es disfrutar cada momento, aprovechar cada segundo y ponerle todo mi esfuerzo a lo que hago. Para algunos, es relajarse, llevar la vida leve y tranquila. Para otros es salir de reventón todos los días, disfrutar de los placeres mundanos y probar todo tipo de estímulos. Existen aquéllos para los que la vida es tan sólo la preparación para un mundo mejor, y también quienes llenan sus vidas de trabajo y compromisos para pasar más rápido el tiempo. Están también los que se alejan de la tecnología y la modernidad, los que creen en la anarquía, los que buscan la paz del mundo... Nombrar las diferentes formas de vida que hay o pueden haber me llevaría una eternidad, pero el punto aquí está en reflexionar sobre ellas, o por lo menos estar concientes de su existencia.

Si todos fuéramos iguales ¿Dónde quedaría la originalidad? ¿Cuál sería el chiste de echarle ganas a lo que hacemos? ¿Por qué habríamos de estudiar carreras diferentes? ¿Cuál sería el objeto de dedicarnos a empleos distintos? ¿Dónde quedaría el derecho al libre albedrío?

No, no, no; no somos iguales y, para ser sincera, odiaría que lo fuéramos. Se vendría abajo mi mundo, mis expectativas y todo lo que hago. Mi esfuerzo no valdría de nada, o lo que es peor, valdría igual que el de alguien que hace las cosas sin ponerles empeño. Vivo a un ritmo exigente, no me permito ser mediocre, busco distinguirme y ser diferente; si hago las cosas bien pues que se note ¿no? Mi trabajo me costó decidir que ya no quería ser parte del “montón” y que era hora de salir de lo común, que era hora de vivir una vida más intensa, de probar diferentes estilos y adecuar a mi personalidad lo que más me convenciera de cada uno. Todos los días batallo para conservar mi acento sonorense y no dejarme llevar por la corriente y empezar a hablar “cantadito”, como los tapatíos; aunque no lo crean es difícil no irte con la finta, ¿y todo para qué? Para que de repente se acerque alguien y me afirme que todos somos iguales. Pues fíjense que no, suena injusto.

¡Viva la diversidad! ¡Arriba la multiculturalidad! ¡Celebremos las diferencias! Bastante nos esforzamos un buen número de personas por ponerle el toque personal a lo que hacemos para que tanto esfuerzo se vaya a la basura. No me importa si me tachan de anticomunista, elitista, fascista o racista (no entendería por qué vendría al caso) o antidemocrática, las cuentas ya me las harán allá arriba, o ya me responderé bajo mi propio juicio. Me basta con que yo esté segura de qué soy y qué no y recordar constantemente a Olivia Gall: “[una cosa es] un valor igual entre los seres humanos, cosa que no es lo mismo que una igual esencia.”(2)
Estoy de acuerdo con el texto Javier Marías de “Lo escrito en el tiempo”:

[…] hay obras de arte y hay obras a secas; no toda opinión es respetable, sino que las hay despreciables e inmundas, […] todo el mundo tiene derecho a unas cuantas cosas fundamentales, pero no a todas las imaginables, porque hay derechos que se ganan […] El tiempo cuenta, y así cuenta por tanto lo que en él cada uno escribamos. Y será quizá sólo cuando ya no haya tiempo, al término del recorrido, cuando tal vez sí, tal vez entonces, volvamos a ser todos iguales.(3)

Por lo pronto me hago a un lado para dejar fluir las corrientes. Me uno a la búsqueda de la originalidad para seguir forjando mi personalidad y dejo un fragmento de una frase recurrente en mi memoria: “[Lo importante] es ser de valor igual pero de cultura diferente”(4).

NOTAS

(1)Para información más amplia acerca de la concepción de igualdad entre los liberales mexicanos del siglo XIX véase: Escalante Gonzalbo, Fernando (1992), Ciudadanos Imaginarios, México: Colegio de México.
(2)Gall, Olivia (2001), “Identidad, otredad, exclusión y racismo”
(3)Marías, Javier (1999), “Lo escrito en el tiempo” en Letras Libres, noviembre, no. 11
(4)Frase tomada del discurso del EZLN, citada por Gall, Olivia, op. cit.

miércoles, enero 03, 2007

Excelencia Artificial

Buscar la excelencia no siempre significa obtener excelentes resultados. E implica un gran peso aceptarlo. Esta es la bitácora de un descreído.

La excelencia (del latín excellentia, la “superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio y estimación algo”[1]) y lo excelente (del latín excelens, -entis, lo “que sobresale en bondad, mérito o estimación”[2]) son dos términos contemporáneos usuales en la búsqueda en estos días por sobresalir, distinguirse, obtener el reconocimiento público. Esta tendencia del siglo XX por el reconocimiento y la atención constantes se ha extendido durante décadas, es parte de tu legado frívolo. Como escribe Pablo Fernández,

La fama consiste en que uno es el centro de su sociedad y, así, la sociedad entera debe vivir pendiente y encantada del más mínimo acontecer de los famosos. […] Los primeros famosos del siglo veinte todavía fueron individuos excepcionales o anómalos con respecto a la mayoría, como Al Capone o Albert Einstein, pero ya después, cualquiera podía matar a un Beatle o masacrar a sus compañeritos de clase y con eso ya la hacía, y es que, el siglo veinte,[…] luchó por multiplicar los mecanismos de la fama para que ésta pudiera llegarle a la mayorías, de suerte que al final ya no se requería ser anómalo ni excepcional, ni talentosos ni simpático ni siquiera guapo para aspirara con buenas posibilidades a ser alguien.[3]

Sin duda los tiempos cambian: en la época de Aristóteles y los grandes filósofos griegos, y durante los años siguientes hasta llegar al siglo XVII, quizá incluso unas décadas después, la medianía estaba de moda, sobresalir era vulgar y mal visto. Hoy es todo lo contrario, o por lo menos para ti, ser mediocre no te basta, incluso te molesta. Ser mediocre, del latín mediocres, significa definirte por tu “calidad media, de poco mérito, tirando a malo”[4]. Definitivamente entiendes por qué no es de tu agrado: parece que desperdicias tus capacidades, tu inteligencia, tus fantasías a futuro. ¿Arrogancia? Aunque te empeñas en creer que no, es imposible autoengañarte porque es la continua definición de tu persona. Quizás eres un arrogante sin mala intención y piensas que es tan sólo un proceso natural donde muestras tus facultades y, por lógica, haces que todo el mundo las note. Lo ilógico sería que los demás no lo notaran. Debiste haber estudiado mercadotecnia: te vendes tan bien que hasta tú te tragas el cuento.

Por alguna razón percibes que la sociedad exige en demasía: para ser bien visto en estos días tienes que ser un excelente creyente (no entrarás al reino de los cielos comportándote como un tibio[5]), un inmejorable hijo, un sobresaliente estudiante, un relevante ciudadano, un destacado buen profesionista: tienes que ser el ejemplo. No basta con ser simplemente bueno en cualquier cosa, sino el mejor. De repente te das cuenta que tienes tan interiorizado este discurso de excelencia que ya no sabes hacer las cosas de otro modo.

Un día decides ser un mediocre, un individuo medio, un tibio; decides no esforzarte, mandar todo a la fregada. Te reconoces fastidiado, cansado, dispuesto al desgano práctico y al abandono académico… pero te dan las 3 de la mañana terminando y perfeccionando un trabajo para el día siguiente. ¿Qué no estabas harto? ¿Y el cansancio emocional y el desencantamiento académico? Descubres que, pese a tus deseos de abandono y ruina, simplemente no puedes dejar de presentar tus deberes, te es imposible dormir sabiendo que tu trabajo no está bien hecho, o peor tantito, no está siquiera terminado. Cuando decides no entregar un trabajo, das vueltas en la cama y despiertas cada 15 minutos hasta que te levantas, lo terminas y duermes por fin tranquilo. Aún no puedes determinar si esta exigencia interiorizada es una cualidad o defecto de tu persona (generalmente todos te dicen que es lo primero). Para no agobiarte terminas aceptándolo como parte de ti: si ya lo tienes mejor sacarle provecho.

Te preguntas por la naturalidad con que otros sí pueden dejar de hacerlo. ¿Por qué tienes tú que buscar ser mejor en todo? Te analizas, lo piensas una y otra vez, te quiebras la cabeza y te descubres sumergido en una crisis existencial que no tenías planeada –como si se planeara alguna– para la cual no es el momento oportuno – ¿cuándo lo es?

Te sumerges en tus memorias: ¿dónde nace esa presión de la excelencia constante, a todas horas, en todos tus proyectos? Empiezas por hacer un recorrido por tu niñez y recuerdas una frase de tus padres: “Lo importante es aprender, no la calificación”. Entonces te tranquilizas: ellos no son los causantes, pero enseguida llega a tu mente otro recuerdo: “Sabes que tienes la capacidad, úsala”. Aunque no te lo exigen directamente, tus padres solían esperar de ti lo mejor, a pesar de que confiaban por entero en “tu criterio”: “tú sabes lo que es mejor para ti”. Y entonces descubres las delicias del chantaje psicológico para insertarte el discurso del empeño constante y la realización óptima de todos los deberes. Luego, no te resultó complicado cantar en la primaria a todo pulmón el “Himno a la excelencia”.

Divagar sobre la aparente calidad de tu desempeño tiene sus ventajas, descubres pormenores de ti que habías olvidado o quizá nunca te habías percatado de su existencia. Piensas un poco más en aquel himno y lo único que logras recordar son tres palabras pavorosas: “líderes de excelencia”; recuerdas la euforia que sentías al cantarlo, enajenado, alienada, y te das cuenta de que, aparte de la vapuleadora “presión social”, existe un gusto enorme que viene de ti, tanto que por años te dedicaste a leer libros sobre el tema, a buscar información acerca de cómo expandir tu mente y alcanzar niveles de concentración superiores a los distintos estándares. En tu búsqueda casualmente pasaron por tus manos materiales de superación personal, liderazgo y, por supuesto y con vergüenza, libros de Miguel Ángel Cornejo, los cuales nunca pasaste de la segunda página por aburridos. Metido en el tema, tienes una regresión donde hablas animadamente con Og Mandino. Los ochenta están de moda.

¿Por qué este gusto por la excelencia? ¿Qué ganancia placentera obtienes? Recuerdas una plática entre tú y un amigo en el trayecto de la escuela a tu casa, una tarde calurosa y una plática sustanciosa. Esnobistas o no, siempre les ha gustado jugar a filosofar y platicar “profundamente”. “Todo lo que vives, oyes, lees y ves te marca”, él tenía razón, de todo te queda ciertos residuos, un poco siquiera. De tu euforia por aquel himno y tu gusto lascivo por la excelencia se deriva tu personalidad exigente. Ahora sólo te falta definir qué te provoca.


Con el paso de los años, y la suma de los errores, detectas un crecimiento en la necesidad de atención y reconocimiento. Siempre te juraste una persona muy segura: aterrizar duele. Por primera vez consideras la mediocridad como una opción, ¿tirar la toalla tiene sus ventajas?

Cuando consideras la medianía no estás seguro si te quieres por lo que eres o por lo que haces. Aunque te exiges cotidianamente, parece que el producto de tu esfuerzo con frecuencia es “poca cosa” y que, peor aun, tus obras son grandes y el reconocimiento es mínimo. Te encuentras atrapado en un triángulo vicioso: buscas la “calidad”, proyectas arrogancia y escondes inseguridad y problemas con tu autoestima. Y aún sigues presentándote como una persona segura: aunque tardaste años en decidir tu propio estilo en la forma de vestir, hablar, escribir y peinarte, y aún tienes dudas en los resultados; a pesar de que pareces una persona totalmente dependiente de la aprobación ajena y encuentras muy cómodo vivir a expensas de sus opiniones: que ellos elijan la cena, la película, el atuendo de la fiesta, el tema del trabajo.

Hace pocas semanas vivías en un mundo donde eras El Centro. Hoy no sabes dónde estás situado, en qué ángulo, qué periplo inicias o terminas: has perdido el control sobre tu vida. ¿Mediocridad? ¡Te está invadiendo, te estás contradiciendo! Siempre te retas y te pones a prueba por gusto y diversión, tanto esfuerzo de todos estos años no debería ser en vano; nunca dejas un asunto pendiente y sin terminar, ni siquiera cuando se trata de asuntos aburridos o trabajos tediosos.

Recapacitas: la idea de mostrar tus habilidades para servir a los demás te sigue gustando. “No existe acto desinteresado”, te lo han repetido tantas veces. Sabes que es cierto, no por nada decidiste estudiar a fondo la tradición racional-utilitaria en clase de sociología. Sin embargo te suena romántico el altruismo. Yo no digo que tus intenciones no sean las mejores pero, en el fondo, más que ayudar a los demás quieres que la gente sepa acerca de tus capacidades de ayudar a los demás, que te lo reconozcan, que alimenten tu ego. Y creías que no eras arrogante. ¿Ahora sí te das cuenta?

Cómo si no fuera mucho ya el hecho de creerte superior, te empeñas en clasificar a las personas según su comportamiento de una forma muy subjetiva. Entre tus categorías se encuentra el flojo vale madrista, aquel que neta no le importa nada y le da igual todo. El mediocre total, el que hace poco, se esfuerza lo mínimo y se conforma con cualquier cosa. El conformista o niño promedio, muy parecido al mediocre, pero lo jerarquizas más alto porque es una persona “común y corriente” que hace las cosas bien a secas, se esfuerza poco, hace lo que tiene que hacer y punto. El hacedor humilde, en realidad no conoces a ninguno, pero sueñas con serlo algún día –vaya que salen a flote tus tintes cursis en tiempos de crisis–, es aquél que se esfuerza, hace todo muy bien hecho, busca entregar un trabajo empeñoso, pero no busca el reconocimiento público, le da crédito al equipo y se deslinda de todo elogio. ¿Cuento altruista? Probablemente. El perfeccionista –aunque no te gusta aceptarlo, es tu favorito- es el que busca la excelencia, pule detalladamente todo lo que hace; con frecuencia, suele quejarse de todo lo que hace o tiene que hacer para que la gente valore más su esfuerzo, alimenta su ego mostrando sus logros y buscando el reconocimiento de la gente que le interesa, y de la que no también, después de todo repercute en su búsqueda de estima.

Fuera de esta clasificación tienes dos categorías que aplicas frecuentemente: el arrogante, el que es un sangrón, mamón y creído –son los sustantivos inherentes– que ni siquiera tiene razón de ser porque, por lo general, no tiene algo que presumir; y el pagado, que es pretencioso y se cree merecedor de todo, presume de sus atributos, los exalta exageradamente y se asegura de que toda persona se entere de su perfección que en realidad no es tanta.

El origen y el por qué de tu gusto por la excelencia entonces parecen estar resueltos: “es que soy un perfeccionista, eso es todo”. Te defiendes: Ser perfeccionista y arrogante después de todo no es tan malo si lo llevas a cabo cómo una forma de vida y no lo haces solamente por posar. Así que te cae el veinte –la certeza, la revelación– cuando recapitulas que existen dos tipos polarizados de excelencia.

La excelencia artificial o forzada implica una serie de esfuerzos y exigencias que no van más allá de lo normal. No importa tanto el proceso, sino el resultado: qué importa si aprendes o no, lo que cuenta es tener siempre cien de calificación o números casi perfectos en todas las materias, a través de los medios que sean. Aquí se encuentran los mediocres vanidosos, los que no se permiten tener notas malas pero tampoco disfrutan del aprendizaje. Algunos ejemplos podrían ser los macheteros, que un día antes del examen se aprenden de memoria los apuntes con todo y puntos y comas. Son los mismos que le lloran al maestro cuando sacan 99, esperando que les regalen una décima nomás por “bonitos”. También entran aquí los tramposos y copiones más hábiles que existen: no tendrán muchos conocimientos, pero eso sí, una vista impresionante y una gama de artimañas y coartadas perfectas para salirse con la suya. El practicante de esta excelencia es ambicioso, por supuesto, pero de títulos y elogios, mas no de aprendizajes.

Este tipo de excelencia en los resultados es la que opaca a una verdadera cultura del desempeño, la que se fija en libros vendidos y no en buenas historias, en currículos en vez de poemas y prefiere la cantidad a la calidad. El hecho es buscar reconocimiento y títulos entregando poco o nada a cambio. ¿Por qué llamarle a esto excelencia? Si revisas el significado del término, la actuación de estas personas no concuerda con la naturaleza del concepto y, por desgracia, una creencia en el valor relativo de los títulos suele traducirse como signo reduccionista de excelencia. Gabriel Zaid lo describe con bastante fortuna:

Lo importante de un poema importante es lo que dice y cómo lo dice, no el currículo del autor. Pero cada vez más se leen currículos, no textos. En las solapas de los libros, en las reseñas, en las entrevistas, en las presentaciones ante el público, los textos no aparecen como experimentos de lectura, como experiencias dignas de ser vividas por el lector, sino como hitos en la carrera de éxitos del autor. Los homenajes no consisten en crear la situación necesaria para que se escuche la obra, sino en construir mausoleos para enterrarla viva, bajo una letanía que enumera sus éxitos: para que se escuche el obituario.[6]

No conforme con ser mediocre y falsa, la excelencia artificial está de moda, Pablo Fernández la llama simulacro: “sólo lo que ‘parece’ existe; lo que ‘es’, no. Como dijo Jean Baudrillard, hay algo más real que lo real, y es el simulacro.

El simulacro es una realidad sin conexión con la vida, sin sustento ni sustrato, como si siempre se estuviera posando, al grado de que la pose es la única espontaneidad que queda.”[7] Si todo se transforma una gran farsa es lógico que se prefiera la cantidad en vez de la calidad: la cultura se industrializa, se vuelve un proceso monótono que produce en series. “Ya no se usa eso de que los cantantes canten, los intelectuales piensen, el público vea, las noticias sucedan y la gente viva su vida. Eso era demasiado realista.”[8] Ni siquiera en los académicos y los científicos se usa el trabajo arduo, encuentras entre tu lista de maestros conocidos un sin fin de sujetos con títulos, maestrías, diplomados, doctorados y una experiencia laboral impresionante y sus clases son malas, no dominan los temas y mucho menos les interesa compartir sus escasos o múltiples conocimientos.

Si todo es un simulacro y lo real no existe, ¿qué queda entonces? Vivir una vida llena de embustes donde juegas a cambiarte de careta según la situación, pavoneando por el mundo entero logros que en realidad no te costaron el precio verdadero, si no que los agarraste de oferta en un bazar de quinta llamado “el que no tranza no avanza”. No hay una senda segura aquí que te lleve a la satisfacción, son puros atajos que en realidad te alejan de tus objetivos.

El que miente tarde o temprano cae. Aún existen los buenos jueces, los buenos textos, los amantes del atrevimiento cualitativo; todavía hay intelectuales, pintores, escultores, maestros, estudiantes, profesionistas, amas de casas y personas de todo tipo que creen en el esfuerzo, que buscan en verdad ser mejores y que aprecian el trabajo arduo. Si decidiste posar y te encuentras con un individuo de estos chocas contra pared, se te cae el teatrito y ni todos tus títulos, cursos y diplomas pueden sostener tu engaño.

Cuando se te cae el telón y el escenario sostenido por mentiras queda al descubierto, te quedan pocas opciones sobre la mesa: te desplomas y derrotado te aíslas, te aferras a tus ficciones o te da coraje. Sí, coraje, una palabra antigua (courage) muy interesante y compleja. Frecuentemente se cree que se trata solamente de ira, enojo pero el coraje es, aparte de irritación, “impetuosa decisión y esfuerzo del ánimo, valor”[9]. Raymond Linquist pensaba que el coraje es el poder de abandonar lo conocido. ¿Ves lo interesante del término? Coraje implica tomarte la molestia de reaccionar ante algo que no te gusta y tener el valor de enfrentarlo. El coraje te obliga a dejar la zona de confort. Para emplear este vocablo puedes tomar dos brechas: el daño, lo improductivo, la violencia, la destrucción sin beneficios reales, el odio y todas esos sentimientos y acciones que te inmovilizan, o bien, tomar el principio de destrucción creadora, deshacer para reconstruir, reconocer tus errores y sacar energía de tus adentros para superar y cambiar tus actitudes.

Para contrarrestar los daños del esnobismo en el desempeño cotidiano, se encuentra la excelencia natural o asumida, una forma de vida muy peculiar, derivada de los gustos de la persona y la formación que ha tenido. Es buscar la excelencia en todo: relaciones personales, la escuela, el trabajo, los deportes, como hijo, como miembro de distintos grupos. Implica trabajar con calidad aun cuando ésta no sea un sinónimo de cantidad y los resultados no sean siempre excelentes o los consumidores no lo aprecien. Es un nivel de vida exigente pero cómodo hasta cierto punto. Es una versión que acepta los errores, pero también los asimila, los reconoce como parte de un proceso –siempre se puede recurrir a la coartada de que son “áreas de oportunidad” que se están trabajando. Hasta cierto grado eufemismo y políticamente correcto, es un concepto y sistema de protección muy efectivo: dejas ver que tienes errores, que no eres perfecto, pero a la vez los vuelves presentes y tienes el coraje para combatirlos, tienes “oportunidad” en la esperanza presente que es el futuro. Y aquí recurres al coraje y la excelencia natural.

Porque este tipo de excelencia asumida negocia con tu forma de ser y es flexible, busca dar lo mejor de ti sin que esto signifique sacar cien en todo, entregar los mejores ensayos, ganar concursos, obtener el mejor puesto de trabajo, conseguir obligadamente una beca. Si lo anterior se logra, bienvenido sea: a quién le dan pan que llore. Aunque parece ser que predomina ser excelente por el reconocimiento, tu naturaleza imperfecta, que no se tienen habilidades para todo y que la excelencia no precisamente implica ser el mejor, sino focalizar tu esfuerzo, optimizar tu coraje, entregarte al proceso, disfrutarlo la búsqueda de los mejores resultados, aunque el diploma no necesariamente aparezca. Más que resultados excelentes tienes la opción de una vida excelente, que se refleje en tu salud mental, en tu calidad real de vida. Ser excelente no te obliga a sobresalir en todo, sino a llevar una vida donde no haya cabida para las frustraciones y el agobio paralizantes.

¿Vuelven los problemas de inseguridad ante asumir la medianía? En realidad, empiezas a darte cuenta de dónde realmente situarte. ¿Recuerdas la palabra clave? Aquí es donde el coraje se vuelve interesante. Retomando lo escrito con anterioridad: “tomar el principio de destrucción creadora, deshacer para reconstruir, reconocer tus errores y sacar energía de tus adentros para superar y cambiar tus actitudes.” ¿Entiendes el mensaje? La excelencia artificial puede desplomarse en un dos por tres, y puedes levantarte de esa caída buscando alcanzar la excelencia natural. ¿No se te había ocurrido antes? De repente todo hace clic, el abatimiento por rendir al máximo te pesa de pronto menos. Es posible que siendo un esnob y un pretensioso que se preocupa por su imagen ante los demás más que por sus obras, se convierta un buen día en un amante de una calidad de vida de alto desempeño lógico y no agobiante.

El proceso no es tan sencillo como suena: primero viene la aceptación de que un fracaso potencial no es el fin del mundo, como todo vicio tienes que darte cuenta de tu problema y superar los delirios de la abstinencia; después viene la ira, el enojo contigo mismo, a veces buscas responsabilizar a otras personas; luego llega la reconciliación con tu persona, empiezas a disfrutar las alternativas; por último, decides cambiar, tu coraje empleado de forma positiva te impulsa y te sostiene. Ya no serás un imbécil más intentando apantallar sin bases que te sostengan, probablemente incluso dejes de ser un imbécil y te conviertas en una excelente persona asumida, o quizá simplemente sigas siendo un imbécil, pero uno que vive de la excelencia y de la buena, la natural.


Bibliografía:
Diccionario de la Real Academia Española (octubre, 2006) Disponible en: http://www.rae.es/
Fernández, Christlieb Pablo, “El Siglo Veinte: la abstractez, el caprichismo y la famitis”
Zaid, Gabriel (abril 2000), “Calidad y Relativismo”, Letras Libres, http://www.letraslibres.com/index.php?art=6272
Fernández, Christlieb Pablo “Siglo XXI: Los simulacros, los cinismos y los incrédulos”, Memoria, no. 167, enero 2003
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Notas
[1]Diccionario de la Real Academia Española (octubre, 2006) Disponible en: http://www.rae.es/

[2]Ibíd.
[3]Fernández, Christlieb Pablo, “El Siglo Veinte: la abstractez, el caprichismo y la famitis”
[4]Diccionario de la Real Academia Española (octubre, 2006) Disponible en: http://www.rae.es/
[5]Término utilizado por la Iglesia Católica para nombrar a los fieles a medias, los que son católicos de palabra pero a la hora de los actos prefieren lo material y mundano primero que lo divino. Pretenden alcanzar el cielo sin dar a cambio ningún sacrificio.
[6]Zaid, Gabriel (abril 2000), “Calidad y Relativismo”, Letras Libres,
http://www.letraslibres.com/index.php?art=6272

[7]Fernández, Christlieb Pablo “Siglo XXI: Los simulacros, los cinismos y los incrédulos”, Memoria, no. 167, enero 2003
[8]Ibíd.
[9]Diccionario de la Real Academia Española (octubre, 2006) Disponible en: http://www.rae.es/