Señora limpia maíz para enseñarme cómo se hace. Mercado de frutas y verduras, Dewas, Madhya Pradesh; La India. |
Todos somos humanos, pero somos
humanos que nos comportamos y vemos muy diferentes: varían nuestras formas de
comer, de saludar, de hablar, de vestir, nuestro físico, nuestro color de piel,
nuestra forma de mover la cabeza y el cómo usamos el cuerpo para expresarnos,
por mencionar algunas. Dentro de esas diferencias hay una cultural que sobresalta
–y que quizá de ahí se origine que al principio resulte incómodo, sobre todo
para una mujer, tener tantas miradas encima–: Nuestra manera de observar y la
profundidad de nuestra mirada son distintas. En occidente –al menos en los
lugares que conozco– se considera de mala educación –o de mal gusto– fijar la
vista en una persona porque sabemos que si alguien lo hace con nosotros nos
harán sentir incómodos. Aquí, fijar la vista, seguir a una persona con la
mirada y ver con detenimiento todos sus movimientos con una expresión seria, aun
cuando la persona observada nota que está siendo examinada parece ser una práctica
cotidiana. Los indios no se apenan cuando nos damos cuenta que nos observan, su
mirada y la expresión en sus ojos parece decir “es mi derecho, estás en mi país”.
Y es cierto, nosotros que parecemos diferentes venimos a observar y tenemos que
interiorizar que también venimos para ser observados.
Algo similar pasa con las
fotografías. Muchos de nosotros fotografiamos todo lo que vemos: edificios,
sembradíos de té, coches, comidas y personas -ya sea porque nos llamó la
atención su forma de vestir, lo que está haciendo, o simplemente porque se ve
diferente. Vivimos con una constante necesidad de capturar en una imagen los
momentos que vivimos para asegurarnos que si nuestra memoria falla o archiva algún
recuerdo en un rincón de difícil acceso, tenemos algo físico que nos facilite revivir
esas vivencias.
Tendemos –todas las personas, sí
ya sé que estoy generalizando– a fotografiar en todos lados: en nuestro país,
en los países desarrollados y en los países en desarrollo. Muchas veces la
fotografía llega sin pedir permiso, actuamos como si tuviéramos el derecho de
quedarnos con una imagen que le pertenece sólo a la memoria y su función no es
la de convertirse en objeto sin que el verdadero dueño –el fotografiado– dé su
consentimiento. Las reglas hasta ahora, en muchos casos, son las dictadas por
el fotógrafo y no por las personas que son objeto de nuestros retratos.
Estar en la India y experimentar
como mucha gente quiere fotografiar a los extranjeros o bien tomarse una foto
con nosotros me puso a reflexionar sobre algo tan común como el tomar fotos en
un viaje. ¿En qué momento el hecho de cargar una cámara en mis manos me concede
el derecho automático de apropiarme de las imágenes que veo? ¿Quién me dijo que
el derecho a fotografiar me excluye de ser fotografiado? Si a mí me sorprende
que me fotografíen sin consentimiento –e incluso si me preguntan no sé cómo
actuar– ¿por qué se me hace natural llevarlo a cabo?
Así como los extranjeros somos
observados con detenimiento sin importar si las miradas nos causan incomodidad,
también somos fotografiados, muchas veces en nuestra cara y con aparente
descaro. Y aquí quizá también la diferencia radica en que nosotros apuntamos
nuestra cámara con discreción cuando la persona no nos mira fijamente y
evitamos sacar nuestro celular y ponérselo casi en la frente a quien fotografiamos.
Al final, ambas partes hacemos lo mismo, algunos con discreción otros de
frente y sin pena ni disimulo. Desde que comprendí esto he cambiado un poco
manera de abordar este país. Al ser observada descubrí que momento incómodo se
desvanece cuando le sonreímos a quien nos examina, la mayoría de las veces a
nuestra sonrisa le sigue una sonrisa de regreso y/o un saludo; algunas veces
hasta una pregunta sobre nuestro país de origen o nuestro nombre. Al fotografiar
uso mi cámara con más respeto y –a menos de que sea una foto de espaldas o la
persona que sale no era el mero objetivo de mi fotografía– ahora pregunto antes
de presionar el disparador; como resultado he obtenido sonrisas, peticiones de
alguien más para ser fotografiados también y –en gratas ocasiones– mi pregunta
me ha abierto la puerta a mejores fotografías donde la gente me muestra algo
más que saben hacer y que saben también quizá yo nunca haya visto antes.
[1] ¿Y por qué hombres? Quizá porque son la
mayoría en las calles, pero este tema merece otra reflexión y por lo tanto un
texto aparte.