sábado, agosto 23, 2014
Classes with the tea boy
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domingo, agosto 10, 2014
El chico del té no se sienta
De la serie de migrantes nepalíes
El área donde se encuentra ubicado mi cubículo tiene un
ambiente de caricatura con personajes de carne y hueso. La transmisión es en
hindi y no tiene subtítulos en inglés –mucho menos en español; su horario es de
8:30 am a 5 pm –en horario oficial– y cuenta con un break para comer de 30 minutos. La trama –o lo que entiendo de
ella– va más o menos así: todos llegan a trabajar, se sientan, prenden sus
computadoras y empieza la discusión. Gente de otros departamentos entra y sale
todo el día, a veces observan lo que discuten, opinan y luego se van. Durante
todo el día se escuchan gritos seguidos de carcajadas.
Cuando
no estoy muy ocupada me gusta observarlos, es muy gracioso verlos pelear. De
vez en cuando, uno que otro desquehacerado como yo me traduce algunas frases o
me da un update de la discusión. Con
el tiempo he aprendido algunas palabras y a veces me es fácil adivinar cuál es
el motivo de tanto alboroto. La mayoría de las veces, discuten por cosas
infantiles o sin sentido.
Hace
unos días por la tarde los observé un rato y a los pocos minutos noté que
Madan, el chico encargado de la cocina –y
por lo tanto el encargado de servir chai–, también los observaba
recargado en un escritorio vacío a mi lado derecho. Cuando Madan notó que ahora
yo lo observaba a él reírse del circo de en frente de nosotros, me sonrió y me
hizo una seña para hacerme saber que los personajes de nuestra caricatura
estaban locos.
Unas
horas antes Madan me había preguntado cómo iba mi intento de aprender hindi y
me contaba que él aprendió en tres meses cuando alguien lo interrumpió para pedirle
chai. –Los indios toman té todo el día,
en Nepal sólo tomamos té por la mañana – me dijo y se despidió. Cuando ambos
observábamos a nuestros compañeros de trabajo discutir ya eran más de las 6 de
la tarde. Muchos de los administrativos de las oficinas contiguas ya se habían
ido a casa y la carga de trabajo de Madan había disminuido. El momento nos
sirvió para retomar nuestra conversación de unas horas antes. El hindi y el
nepalí son muy parecidos, ambos vienen del sánscrito y usan la escritura
devanagari; sus diferencias radican en la pronunciación de algunas letras y
algunas palabras. Por estas similitudes su proceso de aprendizaje fue mucho más
rápido que el mío.
Le
mostré mi intento de escribir algunas vocales y me enseñó su pronunciación. Con
su inglés cortado y mi hindi nulo comenzamos una conversación.
***
Madan viste todos los días de pantalón y camisa blanca para venir a trabajar; su tez es morena clara y sus ojos café obscuros son pequeños y están protegidos por unas cejas gruesas. Madan camina todo el día por las diferentes áreas de la fábrica repartiendo chais, cafés y vasos de agua. Tiene 26 años, los cumplió el 29 de julio, 2 días
después de mi cumpleaños. Hace 6 años que vive en Dewas, su idea de emigrar de
su ciudad natal, Bajura -en el norte de Nepal-, surgió porque su abuelo había emigrado años atrás en
búsqueda de un mejor empleo. Con él también partieron sus primos: Ghopal y
Ganesh. En Bajura, aparte de las montañas y un lago, dejó a Durga, su esposa, y
a sus dos hijos: Deepika, una niña de 2 años y Divind, un niño de 5. También se
quedaron sus papás, dos hermanas y un hermano menor.
Migrar para muchos jóvenes de Nepal es algo normal y "fácil": no necesitan papeles para pasar a la India y trabajar para ellos aquí es legal. Madan va
a Nepal una vez al año; toma un mes de vacaciones y emprende un viaje en camión
que tarda 3 días para llegar a su ciudad natal. Su último viaje fue en
diciembre y, debido a la temperatura y la nieve, el último tramo del camino lo
tuvo que hacer a pie porque no había paso para coches. Madan tiene 8 años de
casado, vivió los primeros dos años en Nepal con su esposa y luego partió. En
viajes pasados, tal y como el último, sus hijos fueron concebidos; ese mes que
va a Nepal es el único tiempo que pasa con ellos.
Cuando
le pregunté porqué no se traía a su familia a vivir con él me contó que al
principio, su esposa y él habían decidido intentarlo. Cuando Divind tenía
apenas unos meses de edad, fue a Nepal y regresó a la India con Durga y el
niño. Después de unos meses muy difíciles decidieron que era mejor que ellos
regresaran a Nepal y que Madan los visitara una vez al año. Según Madan, el
calor de Dewas no le hacía bien al niño y su esposa se sentía muy sola: no
hablaba el idioma, no tenía familia, ni conocidos en la ciudad y él trabajaba
prácticamente todo el día.
Al
escuchar su respuesta mi mente en automático formuló una pregunta y sin
pensarlo mi boca la dejó salir. –Y ahora que los niños están un poco más
grandes, ¿no crees que tu esposa podría trabajar también? – pregunté. Y con una
sonrisa me contestó que su esposa se dedicaba al hogar y él trabaja para
asegurarse que nada les faltara en casa. Para él, pensar que su esposa deje su
casa durante muchas horas al día y aporte económicamente al hogar están fuera
de discusión. La sonrisa con la que me contestó, un poco tímida, me hizo
preguntarme cuál sería su opinión sobre las mujeres que trabajamos en el área los
cubículos y cuál sería su opinión de las que están en la línea de producción.
Las
visitas anuales de 30 días y las llamadas telefónicas a diario son una forma de
vida para Madan; cuenta que hace algunos meses la idea de regresar a Nepal y
buscar trabajo allá es cada día más atractiva. Hace unos meses sus planes eran seguir así y cuando su hijo tuviera edad para trabajar traerlo con él para buscar mejores oportunidades; la niña se quedaría en Nepal, se casaría y se dedicaría a su hogar. Hoy, ese sueño parece haberse desvanecido: él extraña a su familia, aquí
trabaja jornadas largas, descansa tan sólo los domingos y, aún así, su sueldo
es bajo. Las oportunidades en su país quizá no sean mejores, pero tampoco son
mucho peor y está dispuesto a asumir ese costo de oportunidad para ver crecer a
sus hijos.
***
Nuestra charla de la tarde abarcó a su familia, su ciudad
natal, sus sueños para el futuro y una lección de hindi. Me enseñó a pedir agua, té o café; preguntar
cómo estás y a contestar que muy bien. Mientras Madan me enseñaba hindi
nuestros compañeros de oficina dejaron de discutir y apagaron sus computadoras.
El día laboral había terminado ya. Nos despedimos todos, yo también guardé mis
cosas y caminé de regreso a casa.
lunes, agosto 04, 2014
Reflejos no deseados
Reflexionaba hace
unos días sobre la situaciones que viven las mujeres en este país [la India]. Todos
los días se ven noticias de violaciones, de acoso y de machismo exacerbado.
Muchas mujeres no trabajan y las que sí no tienen las mismas oportunidades que
los hombres: en los altos puestos aún hay una brecha enorme entre el número de
mujeres versus el número de hombres en las grandes compañías.
El trato diferente no sólo es
para las locales, las extranjeras nos sentimos observadas, es mejor no usar
ropa que deje ver mucho de nuestras piernas o nuestros hombros. La ropa suelta
nos hace sentir más cómodas: hace menos calor y provoca menos miradas. En el metro y en los camiones, por cuestiones de seguridad hay vagones y asientos asignados sólo para mujeres, en las estaciones de tren hay espacios de espera reservados también. Las
opiniones de nuestros compañeros de viaje hombres valen más en un restaurante, para un
taxistas o con cualquiera que intente vendernos algo. Algunas veces al pedir
algo voltean a ver al hombre que nos acompaña para pedir su mirada de aprobación.
Por un momento comparé esta
situación con mi país y pensé, vaya, qué diferente es México. Después recordé
cuantas veces en restaurantes la orden la piden nuestros amigos y en muchas
conversaciones la gente espera que hable el hombre y no que opine la mujer.
Recordé también que existen miles de
amas de casa y muchas de ellas lo son porque su “marido no las deja trabajar”; y
de las que las que trabajan sufren la brecha entre puestos y salarios entre
hombres y mujeres que aún es grande.
Con el corazón un poco apachurrado pensé que al menos nos salvábamos en la
parte de la violencia y del acoso y zas que me encuentro con una columna de una
extranjera sobre el DF que me hizo sentir que leía sobre la India cuando se
refería a mi país. Mi primer reacción fue de negación, hasta pensé “que
exagerada” y después me puse a pensar si realmente en México las mujeres hemos
normalizado el acoso y la violencia y no somos capaces de verla en nuestro día
a día pero sí nos sorprende cuando pasa en otro país. Es eso, o quizá soy
demasiado etnocentrista.
La columna que menciono la pueden leer aquí: http://www.theguardian.com/theobserver/she-said/2014/aug/01/mexicos-macho-male-attitudes-women-murders-rape-dress?CMP=twt_gu
De paso, creo que la autora, si no es de aquí, al menos tiene ascendencia india.
lunes, julio 14, 2014
Del derecho a observar y ser observado
Señora limpia maíz para enseñarme cómo se hace. Mercado de frutas y verduras, Dewas, Madhya Pradesh; La India. |
Todos somos humanos, pero somos
humanos que nos comportamos y vemos muy diferentes: varían nuestras formas de
comer, de saludar, de hablar, de vestir, nuestro físico, nuestro color de piel,
nuestra forma de mover la cabeza y el cómo usamos el cuerpo para expresarnos,
por mencionar algunas. Dentro de esas diferencias hay una cultural que sobresalta
–y que quizá de ahí se origine que al principio resulte incómodo, sobre todo
para una mujer, tener tantas miradas encima–: Nuestra manera de observar y la
profundidad de nuestra mirada son distintas. En occidente –al menos en los
lugares que conozco– se considera de mala educación –o de mal gusto– fijar la
vista en una persona porque sabemos que si alguien lo hace con nosotros nos
harán sentir incómodos. Aquí, fijar la vista, seguir a una persona con la
mirada y ver con detenimiento todos sus movimientos con una expresión seria, aun
cuando la persona observada nota que está siendo examinada parece ser una práctica
cotidiana. Los indios no se apenan cuando nos damos cuenta que nos observan, su
mirada y la expresión en sus ojos parece decir “es mi derecho, estás en mi país”.
Y es cierto, nosotros que parecemos diferentes venimos a observar y tenemos que
interiorizar que también venimos para ser observados.
Algo similar pasa con las
fotografías. Muchos de nosotros fotografiamos todo lo que vemos: edificios,
sembradíos de té, coches, comidas y personas -ya sea porque nos llamó la
atención su forma de vestir, lo que está haciendo, o simplemente porque se ve
diferente. Vivimos con una constante necesidad de capturar en una imagen los
momentos que vivimos para asegurarnos que si nuestra memoria falla o archiva algún
recuerdo en un rincón de difícil acceso, tenemos algo físico que nos facilite revivir
esas vivencias.
Tendemos –todas las personas, sí
ya sé que estoy generalizando– a fotografiar en todos lados: en nuestro país,
en los países desarrollados y en los países en desarrollo. Muchas veces la
fotografía llega sin pedir permiso, actuamos como si tuviéramos el derecho de
quedarnos con una imagen que le pertenece sólo a la memoria y su función no es
la de convertirse en objeto sin que el verdadero dueño –el fotografiado– dé su
consentimiento. Las reglas hasta ahora, en muchos casos, son las dictadas por
el fotógrafo y no por las personas que son objeto de nuestros retratos.
Estar en la India y experimentar
como mucha gente quiere fotografiar a los extranjeros o bien tomarse una foto
con nosotros me puso a reflexionar sobre algo tan común como el tomar fotos en
un viaje. ¿En qué momento el hecho de cargar una cámara en mis manos me concede
el derecho automático de apropiarme de las imágenes que veo? ¿Quién me dijo que
el derecho a fotografiar me excluye de ser fotografiado? Si a mí me sorprende
que me fotografíen sin consentimiento –e incluso si me preguntan no sé cómo
actuar– ¿por qué se me hace natural llevarlo a cabo?
Así como los extranjeros somos
observados con detenimiento sin importar si las miradas nos causan incomodidad,
también somos fotografiados, muchas veces en nuestra cara y con aparente
descaro. Y aquí quizá también la diferencia radica en que nosotros apuntamos
nuestra cámara con discreción cuando la persona no nos mira fijamente y
evitamos sacar nuestro celular y ponérselo casi en la frente a quien fotografiamos.
Al final, ambas partes hacemos lo mismo, algunos con discreción otros de
frente y sin pena ni disimulo. Desde que comprendí esto he cambiado un poco
manera de abordar este país. Al ser observada descubrí que momento incómodo se
desvanece cuando le sonreímos a quien nos examina, la mayoría de las veces a
nuestra sonrisa le sigue una sonrisa de regreso y/o un saludo; algunas veces
hasta una pregunta sobre nuestro país de origen o nuestro nombre. Al fotografiar
uso mi cámara con más respeto y –a menos de que sea una foto de espaldas o la
persona que sale no era el mero objetivo de mi fotografía– ahora pregunto antes
de presionar el disparador; como resultado he obtenido sonrisas, peticiones de
alguien más para ser fotografiados también y –en gratas ocasiones– mi pregunta
me ha abierto la puerta a mejores fotografías donde la gente me muestra algo
más que saben hacer y que saben también quizá yo nunca haya visto antes.
[1] ¿Y por qué hombres? Quizá porque son la
mayoría en las calles, pero este tema merece otra reflexión y por lo tanto un
texto aparte.
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