A diario oímos, leemos y recordamos que todos somos iguales, iguales ante la ley, iguales ante los ojos de nuestro Dios (cualquiera que éste sea); escuchamos que todos tenemos los mismos derechos, las mismas capacidades, las mismas oportunidades y que las opiniones de todos valen lo mismo.
Tan iguales somos todos que medimos, pesamos, vestimos, actuamos, hablamos y pensamos diferente. Se nos dice que todos los seres humanos somos únicos e inigualables ¿pero cómo? Si también se nos repite a diario que todos somos iguales. Ciertamente ésta es una contradicción enorme que vale la pena analizar.
Sin duda se oye muy romántico decir que todos somos iguales, tan romántico como vivir una vida rosa y aburrida donde como borregos todos caminamos hacia el mismo lado, sin cuestionar una sola orden. Tan romántico como pensar en una vida de rutina “toda bonita”, sin subidas ni bajadas, una relación de pareja donde nadie nunca se queje, no existan los problemas, todo sea monótono y no se nos exhorte a dar o pedir más. ¡Qué aburrido! En la diferencia radica el sabor de la vida y esa diferencia, la queramos o no, se llama desigualdad.
Se nos ha educado desde hace cientos de años en un pensamiento ambiguo supuestamente “liberal”, pero con tintes conservadores muy arraigados. Algunos grandes pensadores de antaño, hablando de los liberales por supuesto, afirmaban que todos los seres humanos éramos iguales y se escudaron en este discurso para movilizarse; en las diferentes revoluciones y guerras de independencia de los distintos países se luchó contra la imposición de leyes que marginaran a ciertos sectores de la población, se peleó con uñas y dientes por buscar un régimen democrático donde se otorgaran las mismas oportunidades para todos.
En el caso específico de México, y de seguro en todos lados fue así, mientras las batallas transcurrían había apoyo entre las diferentes clases sociales, siempre y cuando éstas se encontraran en el mismo bando. Una vez terminado el borlote, los más gandayas o los más preparados se hacían del poder y ahora sí, el concepto de igualdad se prostituía. Eran ellos los que decidían a quién darle derechos y a quién no, quién podía votar y decidir sobre los asuntos públicos y quién tenía que acatar órdenes, servir, trabajar y quedarse callado (1). Pero eso sí, por supuesto que se pavoneaban y presumían de sus constituciones liberales, de los derechos conseguidos y el gran avance que habían logrado en su sociedad. Hipócritas sin duda. O, al menos, miopes.
No son los únicos, en efecto, nadie se salva de ser hipócrita (y aunque duela me cuento en esta lista), ya sea con nosotros mismos, con algún vecino cualquiera o con la vida en general. Soy creyente, católica, y no simplemente de palabra; creo en dogmas y acato reglas que aunque a mi razón le suenan estúpidas a mi moral le parecen perfectas. Por profesar una religión la gente no se queda ciega y si me estoy condenando con esto, pues perdóname Dios, no era mi intención, hablo de tus intermediarios y no de ti.
Hablar de igualdad o, lo que sería más correcto, de desigualdad dentro de las diferentes religiones deja mucho que desear. No conozco a fondo otras religiones pero sí lo suficiente la mía como para poder señalar algunos puntos.
Se nos habla de igualdad, de amor al prójimo y de un reino de los cielos donde todos seremos felices y viviremos en comunión con Dios. Existen dentro de las jerarquías de la iglesia tanta igualdad que el sacerdocio es un derecho y privilegio de los hombres solamente. El amor al prójimo rebasa tantas fronteras y rompe con los esquemas mundanos de una forma impresionante, todas las personas somos tan iguales que se les niegan el perdón (ridículamente, ¿por qué habrían de pedirlo?) y la gracia de Dios a gays, lesbianas y prostitutas. Las puertas del reino de Dios están abiertas para todas las personas, siempre y cuando no sean pecadores, no cuestionen, no piensen diferente ni se salgan de la norma. Vaya, acabo de caer en cuenta en una congruencia, ahí sí, entran todos los que son iguales, borregos y monótonos.
El gobierno, otro gran amigo de la igualdad, habla de derechos y obligaciones: derechos para unos cuantos, obligaciones para todos. Pero, claro, todos somos iguales, todos tenemos las mismas oportunidades (unos más lejos que los otros, algunas inalcanzables, pero las tienen). Wow, que chido somos todos iguales… ¿y dónde quedan entonces los indígenas y sus costumbres tan diferentes a las de nosotros, sus creencias más profundas y sus raíces más puras; dónde quedan las personas con capacidades diferentes a quienes peyorativamente llamamos “discapacitados” sin darnos cuenta de que nosotros lo somos mucho más que ellos por el simple hecho de ser capazmente prejuiciosos y no aceptar diferencias?
Las leyes son para todos, claro, pero mientras algunos tienen derecho a brincárselas y romperlas, otros solamente nos limitamos a observarlas, tratar de esquivarlas y, cuando no queda de otra, acatarlas. Están hechas pensando en todos por igual, no lo podemos negar, pero ante ellas nosotros no somos iguales: hay ricos, hay pobres, hay indígenas, hay mujeres, hay niños, hay políticos, hay famosos, hay tantas personas y a ninguna de ellas se les aplican por igual.
Dentro de nuestra sociedad habemos miles de ejemplares diferentes que interactuamos día con día. Un espécimen vuelto bastantes debido a la rareza natural que posee cada individuo. Tenemos la creencia de la igualdad tan interiorizada que no nos damos cuenta que en cada mirada se desborda una historia personal que no tiene nada que ver con la nuestra. Este discurso tan romántico nos hace imaginar un mundo utópico e inexistente; es como si todos tuviéramos esquizofrenia e imagináramos seres y situaciones que lejos de ser verdad son un producto del choque de nuestras neuronas con la realidad.
Qué más da cómo sea la vida, ¿todos somos iguales, no? Pasamos exactamente por los mismos problemas, reaccionamos exactamente igual ante las situaciones, corremos con la misma y exacta suerte… ¡Basta!, buscando en nuestro interior encontramos en el cómo vivir una gran diferencia. Para mí, vivir es disfrutar cada momento, aprovechar cada segundo y ponerle todo mi esfuerzo a lo que hago. Para algunos, es relajarse, llevar la vida leve y tranquila. Para otros es salir de reventón todos los días, disfrutar de los placeres mundanos y probar todo tipo de estímulos. Existen aquéllos para los que la vida es tan sólo la preparación para un mundo mejor, y también quienes llenan sus vidas de trabajo y compromisos para pasar más rápido el tiempo. Están también los que se alejan de la tecnología y la modernidad, los que creen en la anarquía, los que buscan la paz del mundo... Nombrar las diferentes formas de vida que hay o pueden haber me llevaría una eternidad, pero el punto aquí está en reflexionar sobre ellas, o por lo menos estar concientes de su existencia.
Si todos fuéramos iguales ¿Dónde quedaría la originalidad? ¿Cuál sería el chiste de echarle ganas a lo que hacemos? ¿Por qué habríamos de estudiar carreras diferentes? ¿Cuál sería el objeto de dedicarnos a empleos distintos? ¿Dónde quedaría el derecho al libre albedrío?
No, no, no; no somos iguales y, para ser sincera, odiaría que lo fuéramos. Se vendría abajo mi mundo, mis expectativas y todo lo que hago. Mi esfuerzo no valdría de nada, o lo que es peor, valdría igual que el de alguien que hace las cosas sin ponerles empeño. Vivo a un ritmo exigente, no me permito ser mediocre, busco distinguirme y ser diferente; si hago las cosas bien pues que se note ¿no? Mi trabajo me costó decidir que ya no quería ser parte del “montón” y que era hora de salir de lo común, que era hora de vivir una vida más intensa, de probar diferentes estilos y adecuar a mi personalidad lo que más me convenciera de cada uno. Todos los días batallo para conservar mi acento sonorense y no dejarme llevar por la corriente y empezar a hablar “cantadito”, como los tapatíos; aunque no lo crean es difícil no irte con la finta, ¿y todo para qué? Para que de repente se acerque alguien y me afirme que todos somos iguales. Pues fíjense que no, suena injusto.
¡Viva la diversidad! ¡Arriba la multiculturalidad! ¡Celebremos las diferencias! Bastante nos esforzamos un buen número de personas por ponerle el toque personal a lo que hacemos para que tanto esfuerzo se vaya a la basura. No me importa si me tachan de anticomunista, elitista, fascista o racista (no entendería por qué vendría al caso) o antidemocrática, las cuentas ya me las harán allá arriba, o ya me responderé bajo mi propio juicio. Me basta con que yo esté segura de qué soy y qué no y recordar constantemente a Olivia Gall: “[una cosa es] un valor igual entre los seres humanos, cosa que no es lo mismo que una igual esencia.”(2)
Estoy de acuerdo con el texto Javier Marías de “Lo escrito en el tiempo”:
[…] hay obras de arte y hay obras a secas; no toda opinión es respetable, sino que las hay despreciables e inmundas, […] todo el mundo tiene derecho a unas cuantas cosas fundamentales, pero no a todas las imaginables, porque hay derechos que se ganan […] El tiempo cuenta, y así cuenta por tanto lo que en él cada uno escribamos. Y será quizá sólo cuando ya no haya tiempo, al término del recorrido, cuando tal vez sí, tal vez entonces, volvamos a ser todos iguales.(3)
Por lo pronto me hago a un lado para dejar fluir las corrientes. Me uno a la búsqueda de la originalidad para seguir forjando mi personalidad y dejo un fragmento de una frase recurrente en mi memoria: “[Lo importante] es ser de valor igual pero de cultura diferente”(4).
NOTAS
(1)Para información más amplia acerca de la concepción de igualdad entre los liberales mexicanos del siglo XIX véase: Escalante Gonzalbo, Fernando (1992), Ciudadanos Imaginarios, México: Colegio de México.
(2)Gall, Olivia (2001), “Identidad, otredad, exclusión y racismo”
(3)Marías, Javier (1999), “Lo escrito en el tiempo” en Letras Libres, noviembre, no. 11
(4)Frase tomada del discurso del EZLN, citada por Gall, Olivia, op. cit.